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Cuando la justicia se llama acogida

En un mundo cada vez más marcado por la movilidad humana, la migración ha dejado de ser una excepción para convertirse en una realidad que interpela las conciencias, las políticas y las creencias más profundas de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, frente a este fenómeno, muchas naciones han adoptado medidas restrictivas, entre ellas la expulsión de inmigrantes, como respuesta a lo que perciben como una amenaza. Esta práctica, lejos de ser una simple decisión administrativa o legal, exige una valoración ética profunda desde dos pilares fundamentales: los derechos humanos universales y el mensaje del Evangelio.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, toda persona, independientemente de su estatus migratorio, posee una dignidad intrínseca e inalienable. Los instrumentos internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) proclaman que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (art. 1) y que “toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia dentro de un Estado” (art. 13). La expulsión forzosa de inmigrantes, especialmente cuando se realiza sin el debido proceso, sin garantías jurídicas, o sin atender las causas humanitarias que motivan su desplazamiento, constituye una violación grave de estos principios.

Además, muchos inmigrantes huyen de situaciones de violencia, persecución, pobreza extrema o catástrofes ambientales. Pero detrás de estas realidades inmediatas se encuentra una historia más profunda: la inmensa mayoría de los migrantes provienen de regiones del mundo que fueron duramente explotadas por el colonialismo europeo durante siglos. En estos territorios, las potencias coloniales extrajeron recursos, destruyeron estructuras sociales y económicas propias, e impusieron modelos productivos destinados a beneficiar a las metrópolis. Hoy, la situación no ha cambiado sustancialmente: muchas de estas regiones siguen sometidas a formas contemporáneas de dominación económica, a través de deudas impagables, tratados comerciales desiguales, explotación laboral y extracción intensiva de recursos naturales por parte de grandes corporaciones transnacionales. Así, la migración no es un fenómeno aislado o fortuito, sino el resultado directo de estructuras globales de desigualdad y dependencia.

Negar a estas personas el derecho a permanecer en busca de seguridad y una vida digna es despojarlas no solo de su humanidad, sino también de su historia, tratándolas como cifras o amenazas en lugar de como víctimas de un sistema que continúa beneficiando a los más poderosos a costa del sufrimiento de los más pobres. La indiferencia ante su sufrimiento equivale a una forma moderna de exclusión y violencia estructural.

Desde la fe cristiana y la luz del Evangelio, la acogida del extranjero no es opcional, sino un mandato divino. En el Antiguo Testamento, Dios recuerda constantemente al pueblo de Israel: “Amarás al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Dt 10,19). En el Nuevo Testamento, Jesús mismo se identifica con el forastero: “Fui forastero y me acogisteis” (Mt 25,35). En este juicio escatológico, la acogida del migrante no es un gesto de caridad ocasional, sino un criterio fundamental de salvación.

La expulsión injusta y sistemática de inmigrantes contradice radicalmente el espíritu del Evangelio, que nos llama a construir una comunidad fraterna, donde nadie quede excluido. La hospitalidad no se limita a un gesto moral; es expresión concreta del Reino de Dios en la tierra. San Pablo lo reafirma cuando dice: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). Esta unidad en Cristo exige superar barreras, no construir muros.

La moral cristiana y la ética de los derechos humanos convergen en una misma verdad: la expulsión de inmigrantes, especialmente cuando se basa en criterios xenófobos, políticos o económicos, es una afrenta a la dignidad humana y una traición al mandamiento del amor. La verdadera fortaleza de una nación no se mide por su capacidad de rechazar al otro, sino por su valentía para acoger, integrar y proteger a los más vulnerables.

Hoy más que nunca, estamos llamados a levantar la voz por aquellos que no la tienen, a construir puentes en lugar de muros, y a recordar que “la hospitalidad es una forma concreta de vivir la comunión cristiana” (Papa Francisco). La expulsión del inmigrante no puede ser la respuesta de una sociedad que se considere justa, y mucho menos de una comunidad que se diga cristiana.